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¿Y si todos dejaran de rezar a la misma hora?

En la península del Monte Athos, al norte del mar Egeo, los monjes ortodoxos marcan el tiempo con campanas que no coinciden con el reloj del mundo. Allí el día comienza al anochecer, porque la creación, dicen, empezó con la oscuridad. A las 3 de la madrugada ya están despiertos, envueltos en capas negras, murmurando salmos en una lengua antigua, con velas que apenas rompen la penumbra. Rezando.

Los recordé cuando mi amigo Pedro Garabán me preguntó una tarde: "¿Qué pasaría si todo el mundo dejara de rezar a la misma hora?". Pedro es agnóstico. Pero sus preguntas a veces suenan más verdaderas que las respuestas de muchos creyentes. No buscaba una respuesta teológica, creo.

No toda plegaria es religiosa. Lo que llamamos “rezar” puede tomar múltiples formas: un mantra, una súplica, una canción desesperada. 

Simone Weil escribió en sus Cuadernos:

"La oración es atención pura. Es suspender el pensamiento, dejarlo disponible, vacío, penetrable por el objeto, por la verdad." (Weil, Cahiers, Gallimard, 1970)

Weil no reza para pedir. Reza para abrazar. Y ese giro nos importa. Porque si todos dejáramos de rezar —no sólo los religiosos, sino todos los que alguna vez abrieron un espacio interior para lo que excede—, estaríamos cerrando una de las últimas puertas por las que todavía entra lo inexplicable.

Hay antecedentes históricos.

Durante el régimen soviético, en 1929, el Decreto sobre las Asociaciones Religiosas prohibió las reuniones públicas de oración. Iglesias cerradas, templos convertidos en depósitos. Y sin embargo, el rezo no desapareció. En los campos del Gulag, muchos prisioneros murmuraban oraciones al amanecer, aún sin libros, aún sin Dios.

Más radical fue la experiencia de los campos de exterminio. Etty Hillesum, joven judía, dejó escrito en su diario:

"Tu no puedes ayudarnos, pero yo te ayudaré a ti, Dios mío, a no extinguirte en mí." (Diarios, 1941-1943, Seix Barral, 2006)

La plegaria no era eficacia, era fidelidad. No cambiaba el mundo, pero lo sostenía. Lo sostenía desde dentro.

La oración, aún la más rudimentaria, establece un "otro" ante el cual nos descubrimos limitados, vulnerables, abiertos.

Cuando todo el mundo deja de rezar, aunque sea por un instante, se interrumpe ese vínculo. La conciencia se pliega sobre sí misma. Y en lugar de un otro que desborda, queda un yo que administra. No es que Dios desaparezca. Desaparece el espacio interior donde podía alojarse. 

"La oración no cambia al mundo, pero cambia al que ora. Y eso lo cambia todo."

Esta frase ha sido atribuida al filósofo danés Søren Kierkegaard aunque por mucho que pregunté no aparece literalmente en sus obras.

La cuestión es que la interrupción masiva del rezo sería entonces la interrupción de una dinámica antropológica milenaria: la de dirigirse a lo que nos sobrepasa.

Por otra parte, fue Jacques Lacan enseñó que el lenguaje intenta nombrar lo imposible. La plegaria no resuelve la falta, pero la nombra. Si todos dejáramos de rezar, desaparecería una forma de ordenar la experiencia de lo que no tiene nombre.

Karl Rahner, teólogo jesuita, sostuvo que "el cristiano del siglo XXI será místico, o no será cristiano en absoluto" (Schriften zur Theologie, 1966). Pero esa intuición trasciende el cristianismo. Hoy, cuando las instituciones religiosas pierden aplomo, lo que queda es la experiencia desnuda: la mística como forma de conciencia abierta.

Y si esa apertura se clausura —si nadie reza, si nadie canta salmos, si nadie grita "¡ayudame!" en la noche—, lo que colapsa no es una práctica sino una forma de humanidad.

Entonces, ¿qué pasaría?

No habría un terremoto. El cielo no se abriría.  

Pero lento, como por asfixia, el mundo se haría más plano. Más literal. Más eficaz. Menos habitable. Porque la plegaria, aún la más desprovista de fe, agrieta la maquinaria. 

Y si todo el mundo dejara de rezar, a la misma hora, entonces el mundo seguiría girando. Pero habría menos sombra. Menos espera. Menos espacio para que lo Otro se diga.

Quizás no importa tanto si Dios existe o no. Quizás lo decisivo es si nosotros somos aún capaces de vaciarnos para invocarlo. 

Pedro, que no cree, me lo hizo notar sin saberlo. El misterio sigue ocurriendo cuando está la pregunta. Aunque no haya respuesta. Aunque nadie escuche.

Y por eso, quizás lo terrible no sería que Dios callara.
Sino que ya no haya nadie dispuesto a decir: "Aquí estoy".