Me rindo
La palabra rendir lleva consigo un eco de guerra.
Pero el mar del sur que recuerdo me devuelve otro sonido: el de las olas, que repliegan sus aguas de la costa para dejar al descubierto los tesoros que la fuerza de la marea había enterrado.
Nos han enseñado a medir la identidad por la resistencia: “soy lo que conquisto”. Aunque a la identidad —al menos a la mía— más que roca, la reconozco como piel. El aire la atraviesa y el yo es tanto lo que deja entrar como lo que expulsa. Así, es un órgano sensorial que percibe mejor cuando dejo de tensar los músculos para defender los límites del cuerpo.
También existe una ética en la rendición: la de reconocer los contornos. En esta parte del mundo que confunde fuerza con estridencia, admitir lo insoportable es un acto de honestidad. Implica curvar la voz para que el rumor de lo inevitable tenga donde posarse.
Pero no confundamos: rendir no es quietud.
Después de claudicar al orgullo, queda la labor verdadera: habitar con la sencillez de quien admite su condición de huésped. Porque en el huésped, la gratitud reemplaza al afán de conquista.
Dejo esta nota en la mesa, consciente de su condición de borrador. Mañana —o dentro de un minuto— puede que la retorne a su materia prima para que la entregue al fuego.
La rendición, si es sincera, no tiene fin.
Rendir —qué paradójico— quizá sea el verbo más resistente, porque mueve con la capacidad maleable de la vida. Y allí donde el cuerpo afloja, el espíritu descubre que no naufraga: flota, vuelve a respirar, empieza otra vez, a nombrar lo que ve.
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