El buen miedo
El cuerpo lo encuentra antes que la razón le ponga nombre. Sucede —pequeño relámpago interno— cuando uno se planta ante lo que importa. Apenas roza la piel y el corazón se descubre mirando al horizonte.
A ese estremecimiento —al filo de lo desconocido— lo llamo “buen miedo”. Su materia es la misma que la del deseo: pertenece más a la respiración que al sobresalto. Más a la sed que a la amenaza.
Porque el deseo, cuando es verdadero, nunca asciende solo. Trae adherida la sospecha de su imposibilidad: una sombra fina, como huella de ala en la arena. Esa sombra es miedo. Pero no procede del futuro oscuro, sino del posible resplandor. Se tiene miedo a lo que arde dentro, a la desmesura de la propia promesa.
Nuestra primera patria es una duda: ¿soportaré la luz que me convoca?
El buen miedo se vuelve brújula.
No señala la salida, sino la puerta exacta por la que necesitamos entrar.
Cuando el cuerpo tiembla —apenas— frente a un nombre, un paisaje, una palabra que todavía no sabemos pronunciar, reconocemos el contorno del norte. En ese vértigo comienza la orientación: la fragilidad como aguja magnética girando hasta quedarse quieta sobre una ruta invisible.
Hay miedos-túnel y miedos-ventana. El buen miedo pertenece a la estirpe de las ventanas. Uno se asoma y ve un territorio intacto, no exento de espinas ni de abismos, pero inevitable. Ninguna voz pastoral promete seguridad: se trata de andar con la desnudez que duele y con la alegría ardiente de quien encuentra sentido en la marcha.
El alma se define por su capacidad de ausentarse de sí para alojar lo otro. El buen miedo es la frontera donde las certezas del yo dejan entrar la incógnita. Es una fisura en la costumbre por la que penetra el viento y la casa cruje sin derrumbarse hasta que el temblor se vuelve canto.
Al buen miedo no conviene domesticarlo. A veces la razón busca anestesiar al buen miedo y clausura la potencia del deseo. Quien no tiembla ya no escucha. Quien no escucha se acostumbra. Y en la costumbre, la vida se vuelve plomo, un metal quieto que no refleja el sol.
Tal vez, entonces, trascender ya no signifique alzarse por encima, sino hundirse más hondo: dejar que el temblor atraviese los huesos hasta afinar su música. Allá, en lo íntimo, el miedo y el deseo se reconocen hermanos.
El buen miedo no promete consuelo, pero concede dirección: nos recuerda que, antes de alcanzar cualquier respuesta, fuimos llamados por una sacudida. Y que esa sacudida, leve o brutal, es el signo del territorio vivo que todavía nos queda por desear.
Pienso en el deseo como una promesa que duele de tan cierta. Cada vez que la promesa irrumpe, aparece su doblez oscuro: ese titubeo que prueba la seriedad del impulso pero que es capaz de empujarnos hacia una intemperie cargada de sentido.
Entonces hay que elegir.
Y la elección no ocurre en la mente. Ocurre en la piel cuando se irrita de futuro.
La tradición espiritual —de los místicos medievales a Kierkegaard— anotó que la fe convive con el temblor. El salto necesita vértigo. Ese vértigo tiene la medida de la altura que alcanzamos.
Sucede algo similar con la creación: el artista que no se asoma al abismo compone obediencias, no obras.
No propongo rendir culto al miedo, sino al movimiento interior.
Convivo con la sospecha de que la valentía consiste en cargar al miedo como un perro que ladra señalando el camino. Porque el buen miedo ladra siempre hacia adelante. Su ladrido es el eco de una voz más antigua que nosotros: la voz que nos recuerda que todavía no somos, pero podemos ser.
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