Poeta es quien intenta
Poeta es quien intenta. El poema no es el canto, sino la cicatriz de la voz que buscó sin encontrar el pulso con el que tiembla el pecho. El poema —cuadro, fuga— es el acta de nacimiento de un fracaso previo.
Ya el verbo intentar contiene, contra la luz, la palabra tiento: un gesto de tanteo, una mano que se aventura a oír con el cuerpo antes de que el oído mismo comprenda.
Quien intenta reconoce el límite.
El intento es labor: transpira.
La creación, glorificada, amenaza convertirse en ícono. El intento, en cambio, nunca alcanza la santidad porque es un jornalero de la duda. Y esa precariedad, lejos de degradar la obra, la humaniza.
Intento no es sinónimo de provisorio, sino la forma más honesta de permanencia. Porque todo lo que existe, existe apenas.
El intento no se arrodilla ante la perfección.
La insatisfacción señala dónde profundizar. Lo peligroso, conviene decirlo, es convertirla en tirana: si la búsqueda de pulcritud impide avanzar, el perfeccionismo deja de ser filo para ser muro.
Aunque de la misma manera quien confía en la epifanía de la inspiración reveladora termina esclavo de su propia pereza. Existe, por supuesto, pero no como rayo divino —o al menos no se me concedió esa gracia—.
No hay iluminados por aquí, sino buscadores. El artista se levanta cada día dispuesto a fracasar de nuevo, y en ese pacto con la incertidumbre —no su don— está en su nombre.
Cualquier lector atento lo reconoce: la grandeza no está en la pieza perfecta, sino en lo que pudo no suceder.
¿Qué nos ofrece, entonces, esta mirada?
Un alivio feroz.
Cuando alguien pregunte “¿qué hiciste?” convendría responder: “lo intenté”.
Esta es mi certeza.
La creación es la obstinación misma por seguir intentándolo.
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